La apatía es síntoma de mala suerte. Y la mala suerte es el resultado de pensar demasiado en tus problemas. Vives sola en un piso y no te importa mucho porque te gusta la soledad, tener tu propio espacio, poner en la tele el canal que más te guste y decidir si encender otro cigarrillo o no. Pero a medida que pasa el tiempo, empiezas a pensar y en ese momento te das cuenta de que estar sola no siempre está bien, porque tu cabeza sigue dándole vueltas a esa frase dicha de malas formas, a ese gesto malintencionado y al beso que faltó en la despedida. Ahora, empiezas a plantearte salir un rato, ver a tus amigos, llamar por teléfono o asomarte a la ventana para distraerte y para que esos malos pensamientos fluyan como lava hasta derretirse en el infierno de tu mente. Pero no es así, no hay nadie que te rescate.
Ahora, tu último recurso es ella. La liberación únicamente puede llegar si coges la botella de vino y derramas todo su contenido por tu garganta, así conseguirás desviar la atención, y sobre todo el dolor, hacia otros lugares. Escondes lo que no quieres, evitas lo que te angustia. Se apodera de ti la algarabía y te invade un falso sentimiento que te dice que todo va sobre ruedas, pero desaparece a medida que el alcohol deja de fluir por tus venas. Y lo peor es que eres consciente de ello. Cuando eso ocurre, te invade la desidia. Depresión, ansiedad e incertidumbre; la incertidumbre de plantearte solucionar esos problemas que te inhibe el estado de sobriedad. Ya no hay salida y no quieres afrontarlo, tu mente se bloquea y entierra tus problemas en un ataúd con ocho clavos. Y ahora, le das la bienvenida a la apatía, a ese sentimiento vacío de no querer nada, no esperar nada y no hacer nada. Y es entonces cuando descubres que la apatía era ese salvavidas tan esperado, tu rescate.